Me hago eco de unas palabras de Ainhoa Ceberio como preámbulo para el que no conoce desde dentro el sector de la intermediación. Al no existir una clara regulación para el ejercicio de esta profesión (desde que se desregularizó en 1995), ha habido mucho intrusismo, malas prácticas, falta de profesionalidad y muchos clientes insatisfechos.

La desconfianza del cliente – provocada muchas veces por un servicio que no veía y unos honorarios a su juicio desorbitados- facilitaba que el propio cliente se prestara a competir con el agente inmobiliario: así se daba muchas veces que el cliente negociaba por debajo con el comprador para saltarse a la inmobiliaria – para no pagar-o varias agencias se disputaban el mismo cliente, y ya no os cuento cuando coincidía que comprador y vendedor eran amigos o conocidos como sucede con frecuencia en una pequeña provincia.

El agente inmobiliario se fue convirtiendo en una persona desconfiada, que no ofrecía información de la vivienda, porque su propio cliente representaba a su vez su propia amenaza. Se transformaba casi en un agente secreto, que daba escasa información a sus clientes y su carpeta estaba llena de pleitos sin ganar. Pero no importaba demasiado, ¡todo se vendía!

Os imagináis en este escenario hablar de honestidad, transparencia, generosidad, colaboración. Suena impensable verdad.

Ahora, el contexto es otro. El 70% de las agencias inmobiliarias o de intermediación han cerrado: el mercado se ha depurado. El agente se ha quedado sin clientes. Y es en este nuevo espacio cuando el cambio se produce.